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Al este de aquella plaza

Aquella banca estaba al este de aquella plaza. Era una plaza un poco diferente a las demás por el hecho de que poseía unos pocos arboles altos, más frondosos.
Por lo demás, aquella plaza era ordenada por los mismos parámetros que las otras plazas de esa ciudad. Sendas pre armadas para caminar, pasto para poder sentarse. Algunos juegos para los niños y banca para los padres para sentarse mientras los niños juegan a ser niños.
La única diferencia era que por el sector este de esa plaza habían unos arboles de mayor tamaño que el tradicional, permitía que haya sol y también adjuntaban cierta naturaleza libre que tanto faltaba por esos lugares.

Allí había una banca, repitiendo el inicio del relato. Esta banca no era diferente a las otras; en si la banca era del mismo color, mismo formato y estilo.
Si esta banca la pusieran cerca de tantas otras bancas, pasaría desapercibida; sería una banca más.

Lo que en su derredor pasaba, y que ella era participe pasiva y silenciosa, era lo que la hacía parte de ser diferente.
Esta historia la ha contado un hombre que ha preferido ser recordado como alguien, sin nombre ni edad, ni cara ni cuerpo; esta historia la cuenta alguien, y dice que la narra para alguien más. Mientras que con un gesto de picardía acota "alguien, alguien más; son hermanos".

Esa banca era usada siempre por hombres y mujeres adultos. Nunca se vio un niño sentado en aquella banca. El sol llegaba a ella, la comodidad era la tradicional, no habían manchas de excremento de pájaros y no habían charcos de agua en sus pies ni tablas rotas.
En ella solo se sentaban adultos.
Toda persona que se sentaba en aquella banca tenía los mismos síntomas, aparte de ser adulto. Estaban con gestos de preocupación, sus ceños fruncidos, sus ojos apagados, sus arrugas arrugándolos más aun; sus labios con las comisuras hacia abajo. Como si estuviesen siendo comidos por dentro, y esa era la mejor imagen para explicar como se veían las personas.
Esas personas se veía como si estuvieran siendo comidas por dentro; algo abstracto explicando algo real.

Cada tanto se veía llegar a una paloma chiquita, de esas palomas que no producen rechazo. En esa ciudad se llamaban torcazas. Al verla, la persona que estaba en ese momento en el banco le restaba importancia, no se tensaba ni se focalizaba en ella; la dejaba ser.
Esta paloma, sin ser tenida en cuenta, paseaba un poco a unos metros de la persona sentada, ya sea hombre o mujer. Siempre bajaba cuando había una persona sentada en la banca, nunca se la vio bajar en otras circunstancias.
Ella caminaba moviendo su cuello en gestos de "si" y sus pies la acompañaban. De derecha a izquierda, de izquierda a derecha. Se paseaba lentamente, pausadamente; era como si quisiera pasar desapercibida y a la vez mirar algo en particular.
En si miraba a la persona sentada. Miraba y miraba; hasta se podía decir que observaba.
Cada varios "si" agachaba y elongaba la cabeza. Como procesando y tragando algo.
La persona estaba tan ensimismada que no se daba cuenta de su compañera, ni de sus gestos, ni de sus actos. No se percataba que la paloma que había estado a uno o dos metros estaba a tan pocos treinta centímetros de el o ella.
La cara de la gente seguía mostrando que estaban como poseídos. Poseídos por si mismos, o por algo dentro suyo que los alienaba a su propia vida. De una u otra forma estaban absortos a lo que sucedía, estaban ausentes al presente y ello marcaba que estaban ausentes en sus vidas.
Es como una ecuación matemática, si "ausente" es a "presente", "vida" es a "muerte"; si "presente" es a "presente", "vida" es a "eternamente".

Esta paloma en un momento determinado tomaba la osadía de subir a la banca. Pararse a unos pocos centímetros de los muslos de esta persona, la cual no se percataba de este acontecimiento.
Allí dejaba de caminar, focalizaba sus ojos a los ojos del humano. Era como si estuviese viendo más allá de lo que se ve en unos ojos, en una cara; en una fachada monótona y desanimada.
Movía siempre siete veces la cabeza de arriba hacia abajo antes de hacer su próximo movimiento.
Al concluir su séptimo movimiento era como si tomara una decisión, varias veces se retiraba por donde había venido; nunca se sabía de donde venia. Siempre hacia un suave movimiento con sus alas que la llevaba entre la intersección del sol y su cuerpo y pasaba a ser difuso el seguirla, y luego ya no se sabía que rumbo había tomado o para donde había doblado.
Hay otras veces, no tan pocas y cada vez siendo más, en las que la paloma con un pequeño salto llegaba cerca del oído de la persona y allí se quedaba por unos tres segundo, movía un poco el pico y luego con otro salto sutil se dirigía al piso, por detrás de la persona. Luego de ello, tampoco se podía ver donde estaba la paloma.

La persona parecía entonces darse cuenta de que algo había pasado, un gesto de sorpresa los invadía. Los ojos cambiaban, las muecas cambiaban, el ceño cambiaba, las arrugas cambiaban. La postura de esta persona cambiaba.
Se le podía ver en los gestos como si hubiera recordado algo importante, algo importantísimo. Su sorpresa cambiaba a una sonrisa y entre una inhalación y exhalación se podía ver como el pecho se le hinchaba, síntoma de que los pulmones estaban dándole nuevo aire al cuerpo, y como su cabeza erguía su postura y mirada.
Una lágrima se le veía caer dulce y amorosamente por su mejilla y luego esta persona se iba. Se iba caminando sereno, y se podía sentir una convicción en cada pisada que hacía retumbar el piso. Era como una firma de su voluntad.

A veces se veía regresar a las mismas personas, con los mismos gestos. Después de algunos regresos, ya no volvían a verse las mismas personas, Dejaban de utilizar este banco y a veces se los veía pasar caminando por allí y otras tantas se los veía en frente del banco, a unos tantos metros, unos pocos más de cinco, sentados en el pasto. Sentados y relajados; con sonrisas en sus caras. Con energía en sus ojos.
Sentados sintiendo el pasto, las pisadas de aquellos que caminaban firmando su voluntad. Mirando la naturaleza y participando de aquella formula en modo presente.

Nunca sabían que había pasado, nunca se lo preguntaron. Volvían allí porque aquel lugar les generaba un buen estado; les daba cierta comodidad y les permitía, y asistía, ver las cosas de diferente forma. Era como si el lugar estuviese encantados para aquellos que se sentasen por aquel lugar.
Nunca nadie supo que dijo la paloma; los que la escucharon estaban ausentes en ese momento, así que no la escucharon.
Quien la vio hablar no supo que decía, estaba a cierta distancia como participe pasivo del momento y respetaba la privacidad de ese momento; o era que sabía lo que decía la paloma y no necesitaba espiar en aquel momento intimo.

Quien la vio hablar es quien me ha contado esta historia. Me ha dicho que hace muchísimos años, más de los que me imagine yo, el había estado en aquella banca. Que ahora había elegido estar del otro lado, que ahora estaba participando de ello, como si fuese uno con el todo que sucedía en ese momento.
El era parte del todo, era un agente más del suceder.

Me contó esta historia para que pudiera sentarme en su lugar, para que pueda acompañarlo y aprender y pueda ser parte de ese momento mágico.
Con el tiempo el se despidió y dese aquel momento hasta hoy me encuentro yo mirando a la persona, a la banca, al sol, al árbol, al piso, a la cara, a los gestos, a la persona y al momento intimo de una paloma y un humano. A aquel momento de intimidad que yo también, como aquel que estaba presidiendo, había vivido.

Y esta es una historia verídica, sucede en aquella plaza donde al este hay unos arboles más frondosos, donde entre medio de estos arboles hay una banca de madera, sencilla y como todas las demás. Donde se sientan personas y donde varias veces por semana se puede ver, y ser participe pasivo, de aquel bello milagro que algunos llaman despertar.

- Por fecha 17/05/2013 - 


Matías Hugo Figliola

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