Ella se fue, el se quedó. Decidió esperarla. Su amor era más grande que el seguir con su vida. El confiaba en que ella iba a darse cuenta de su hacer e iba a volver. Acepto que iba a tomarse el tiempo pertinente, pero que ella regresaría. Comenzaron a pasar los días y el seguía esperándola, sentado en aquella banca de aquella plaza. La glorieta le suministraba reparo de las lluvias, del sol y del rocío de cada madrugada. Con los días llegaron las semanas y con estas, los meses. Él permanecía allí, sentado. Permanecía fiel a su idea y sentimiento. Permanecía sentado en aquella banca, debajo de aquella glorieta, esperando... esperándola. Confiaba en que ella iba a volver, que iba a llegar; que se iba a dar cuenta de su error. Los meses cambiaron a años y ya se perdió la noción de tiempo. Ya se medía por eternidad. Siguió sentado mientras los días marcaban su piel y las noches su alma. Siguió esperándola el los días malos y aun en los días buenos. Mantuvo su convicción. Mantuvo su