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En aquella glorieta

Ella se fue, el se quedó. Decidió esperarla. Su amor era más grande que el seguir con su vida.
El confiaba en que ella iba a darse cuenta de su hacer e iba a volver. Acepto que iba a tomarse el tiempo pertinente, pero que ella regresaría.
Comenzaron a pasar los días y el seguía esperándola, sentado en aquella banca de aquella plaza. La glorieta le suministraba reparo de las lluvias, del sol y del rocío de cada madrugada.
Con los días llegaron las semanas y con estas, los meses. Él permanecía allí, sentado.
Permanecía fiel a su idea y sentimiento. Permanecía sentado en aquella banca, debajo de aquella glorieta, esperando... esperándola.
Confiaba en que ella iba a volver, que iba a llegar; que se iba a dar cuenta de su error.
Los meses cambiaron a años y ya se perdió la noción de tiempo. Ya se medía por eternidad.
Siguió sentado mientras los días marcaban su piel y las noches su alma. Siguió esperándola el los días malos y aun en los días buenos.
Mantuvo su convicción. Mantuvo su postura, ya no estaba seguro de lo que sentía pero igual la esperaba.
Ella iba a volver, y el permaneció allí. En aquel lugar que había sido de ambos dos, tantas madrugadas y ocasos.
Cuando ya el pelo no crecía en su cabeza, cuando en su piel se podían contar miles de pliegues el vio algo que lo sorprendió.
Ella había llegado. Ella había ido por él.

Ella y el se encontraban en aquella glorieta.
La muerte y él.
De aquella mujer, la que esperaba, nunca se supo nada. La muerte lo consoló mientras lo ayudaba a levantarse para partir.
Y antes de dar el último, y único paso hacia el más allá, ella le dijo con melancolía: "has esperado tanto y nunca has hecho nada por recobrarla."
Y la lagrima que estallo de su ojo dio en el mismo lugar donde posó su ultimo pie.

- Por fecha 02/07/2013 -

Matías Hugo Figliola

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