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El mercader y la niña

Contaba con las manos. Llegaba al diez y luego volvía a comenzar. Era un modo rústico, básico y poco efectivo para sumar.
Él se había acostumbrado a sumar así. Era como había aprendido, como le habían enseñado.
Ya tenía unos cuantos años de vida, ya estaba transitando sus sesenta y dos años.

Una tarde de aquellas en las que el sumaba con los dedos, miraba las monedas y daba el vuelto. Una tarde de rutina para él en el puesto que atendía y en donde vendía sus productos.

Esa tarde llegó una niña, una joven niña con sus jovenes acciones y expresiones. Al ver unas cuantas piedras bellas sobre la mesa de un puesto de ventas se acercó y tomó la que más le gustaba; era una amatista redondeada y brillante.

El hombre se enojo, furiosamente. Le dijo a la niña que no tocara esas piedras, que esas piedras le servían para trabajar. Le dijo a la madre de esta niña que controlara a su hija, que esas piedras servían para ayudarlo a contar.
El no había terminado el colegio y que había aprendido a contar y utilizar esas piedras para poder dar el vuelto y para cobrar correctamente. Que por favor tuviera a su hija lejos de esas piedras.

La niña, con mucha verguenza y sin que su madre le dijera, devolvió la piedra que había tomado. Le miro arrepentida al mercader y le pidió disculpas. Le explicó que ella no sabía el fin de esas piedras, que tan solo le había gustado mucho y sin pensarlo la tomo para verla mejor.

Luego, la niña se dió cuenta de algo más y le dijo al vendedor que ella podía ayudarlo para aprender a sumar mejor, más práctico y que le serviría para sus trabajos diarios.
Le empezó a explicar como sumar, le explico y le empezó a decir los numeros que le siguen al diez. También le escribió en un papel los numeros para que pudiera ir practicando y acostumbrandose a sumar mejor, más rapido y más práctico.

El hombre, miro rudamente a la niña y le grito. Le dijo, con una voz muy fuerte y agresiva, que se callara; que siguiera caminando y saltando y jugando, que estas eran cosas de grandes y que ella era una niña. Que ella no podía ayuarle y que las cosas que decía el ya las sabía pero que les caía comodo el sumar usando piedras.
Sus argumentos siguieron y sus quejas aumentaron. El modo de decir las cosas paso de enojo y rudeza a gritos y maltrato.

La niña se fue llorando, llorando muy fuerte y la madre la tomo de la mano mientras le decía al señor que su comportamiento era deplorable, que era tan solo una niña y que no podía tratarla así.


La historia termina allí. La moraleja comienza aqui:
El orgullo puede tenernos encerrados en ideas que no proponen ningín avance en mi vida.
El maltratar al otro se hace para no verse a uno mismo.
Cualquier persona, y niño o niña, pueden ser un maestro; cualquier persona, adulta o no, puede ser un alumno.
La ignorancia no es el no saber. La ignorancia es la necedad de permitirse aprender.
El ignorante es quien desea ignorar; el que no sabe tan solo no sabe.

- Por fecha 19/10/2013 - 

Matías Hugo Figliola

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