Y aquel día comenzó tal cual habrán de comenzar los días venideros, aunque, claro está, él no lo sabía. Ese desperfecto en su rutina lo puso de mal humor.
Tener que cambiar sus ritmos, sus procedimientos; estar obligado a acortar unos segundo en cada instancia es algo que no le genera comodidad.
Los días iban bien como iban, se sentían bien como se sentían. El ritmo que tenía le era cómodo y pretendía que todo continuase siendo así.
Más este día todo cambió sin él saberlo, porque a veces los cambios llegan sin que uno se haya acomodado para recibirlos. Ellos llegan porque están para romper las estructuras, cosa que él tanto amaba.
Todo en su día se fue atrasando, se fue trastocando. Todo fue cambiando de ritmos, de colores, de charlas -diálogos banales sin sentido que se repetían exactamente igual todos los días. Cambió la hora en que llegó y salió y el tiempo de demora para el subte y con él, cambió el horario de almuerzo y cena.
Perdió a la gente con la que siempre viajaba, aquellas personas que anónimamente eran parte de su familia. Hasta tuvo que elegir un desayuno nuevo ya que el desayuno de él -tan enceguecidos que las cosas nos pertenecen- había sido tomado por un otro.
Tantas pérdidas en un día le fueron imposibles de procesar, hasta que la angustia y las lágrimas lo procesaron a él.
Nuevas caras, nuevas comidas; nuevos autos. Todo nuevo... y el no quería lo nuevo; el quería lo mismo de siempre -cosa que ya no será así-.
A él, que tanto le gustaban las estructuras; tuvo el cambio, que quita estructura pero da experiencias de vida y permite sentir, ver. El cambio nos fomenta a experimentar nuevas cosas y abrir nuestra mente a nueva información y nuestro corazón a nuevos sentimientos y emociones.
A él, que tanto le gustaba la seguridad... dejó de estar seguro y con ello, estar vivo.
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