Soplaba el viento del norte, como siempre lo había hecho. Soplaba como todos los años lo hace.
Soplaba tan solo dos días y luego se escondía.
La gente se escondía cuando el soplaba, es decir que ellos soplaban trescientos sesenta y tres días al año y luego se escondían.
Entre el viento y la gente había un desencuentro; entre el viento y la gente había desentendimiento.
Tan solo unos locos, o pocos, se quedaban esos dos días en el que el viento soplaba todo lo que la gente había soplado.
Estas personas eran pocas y silenciosas, se los veían por las calles cualquier día del año, del mes, de la semana. Su andar era común, su andar era el de todos los ciudadanos.
Eran uno más de los demás, entre el montón de gente que iba y venía. Eran uno más entre todos los que vivían.
Pero todo cambiaba cuando el viento soplaba. Ellos gratamente iban y se sentaban.
Elegían una colina, un monte o una azotea; elegían un lugar para recibir el viento de lleno.
Siempre fueron mirados como raros, como locos; siempre fueron mirados como gente insana, como gente peligrosa para ellos mismos y para los demás.
Nadie entendía porque eso hacían, porque se sentaban entre el viento, la tierra y la fuerza de la naturaleza. Nadie entendía y nadie se animaba a preguntar; y es por ello que nadie sabía.
Tan solo lo sabían quienes lo hacían, y quienes elegían probar. Porque al fin y al cabo ese es el modo de aprender, probando, experienciando.
Y es que los que se sentaban esos dos días, en los que el viento del norte soplaba, estaban escuchando todas las respuestas del viento.
Todas las respuestas de las preguntas entre suspiros y gritos de la gente, que hicieron en los otros trescientos sesenta y tres días.
El viento era fuerte, la tierra podía lastimar los ojos y podía tapar la garganta; por ello es que los ojos se cerraban y la boca se mantenía quieta y sellada.
La nariz respiraba suavemente, las orejas escuchaban el zumbido.
Y este era el modo milenario de comunicación entre la naturaleza y el humano; y así es como estaba la sabiduría siendo impartida.
Por el viento, quien exigía silencio y no mirar. Quien decretaba que esos dos días eran solo para recibir las respuestas de lo preguntado, de comprender lo dudado. De aceptar lo ofrecido.
Y la gente, dos días al año se escondía porque el viento del norte soplaba con fuerza. Y tan solo unos locos, unos pocos, se sentaban y recibían a este viento como si fuese su hermano.
Soplaba tan solo dos días y luego se escondía.
La gente se escondía cuando el soplaba, es decir que ellos soplaban trescientos sesenta y tres días al año y luego se escondían.
Entre el viento y la gente había un desencuentro; entre el viento y la gente había desentendimiento.
Tan solo unos locos, o pocos, se quedaban esos dos días en el que el viento soplaba todo lo que la gente había soplado.
Estas personas eran pocas y silenciosas, se los veían por las calles cualquier día del año, del mes, de la semana. Su andar era común, su andar era el de todos los ciudadanos.
Eran uno más de los demás, entre el montón de gente que iba y venía. Eran uno más entre todos los que vivían.
Pero todo cambiaba cuando el viento soplaba. Ellos gratamente iban y se sentaban.
Elegían una colina, un monte o una azotea; elegían un lugar para recibir el viento de lleno.
Siempre fueron mirados como raros, como locos; siempre fueron mirados como gente insana, como gente peligrosa para ellos mismos y para los demás.
Nadie entendía porque eso hacían, porque se sentaban entre el viento, la tierra y la fuerza de la naturaleza. Nadie entendía y nadie se animaba a preguntar; y es por ello que nadie sabía.
Tan solo lo sabían quienes lo hacían, y quienes elegían probar. Porque al fin y al cabo ese es el modo de aprender, probando, experienciando.
Y es que los que se sentaban esos dos días, en los que el viento del norte soplaba, estaban escuchando todas las respuestas del viento.
Todas las respuestas de las preguntas entre suspiros y gritos de la gente, que hicieron en los otros trescientos sesenta y tres días.
El viento era fuerte, la tierra podía lastimar los ojos y podía tapar la garganta; por ello es que los ojos se cerraban y la boca se mantenía quieta y sellada.
La nariz respiraba suavemente, las orejas escuchaban el zumbido.
Y este era el modo milenario de comunicación entre la naturaleza y el humano; y así es como estaba la sabiduría siendo impartida.
Por el viento, quien exigía silencio y no mirar. Quien decretaba que esos dos días eran solo para recibir las respuestas de lo preguntado, de comprender lo dudado. De aceptar lo ofrecido.
Y la gente, dos días al año se escondía porque el viento del norte soplaba con fuerza. Y tan solo unos locos, unos pocos, se sentaban y recibían a este viento como si fuese su hermano.
- Por fecha 06/04/2013 -
Matías Hugo Figliola
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